Quiero compartir con ustedes el cuento de Julio Cortázar titulado "El ídolo de las Cícladas" que forma parte del libro "Final del juego" editado en el año 1956.
Ya saben de mi pasión por Grecia, la cual tiene distintos motivos ya que no soy descendiente de griegos. Uno de esos motivos es mi otra afición que es leer y uno de mis escritores preferidos es Julio Cortázar, quien también amaba Grecia, su historia y sus mitos y leyendas. Por ese motivo frecuentemente Cortázar hizo cuentos que tienen alguna alusión o directamente, como en este caso, ocurren en algún lugar de Grecia, en este caso en particular en las Islas Cícladas.
Mas abajo les dejo el cuento completo, pero antes un análisis del mismo que me pareció muy interesante y que fue realizado por el Sr. Inocente Soto Calzado para la Revista digital para profesionales de la enseñanza "Temas para la educación"
Espero que les resulte interesante.
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Análisis
Un relato del escritor Julio Cortázar nos permite conocer una cultura prehistórica a partir del delito cometido por unos arqueólogos, descubriéndonos un mundo tan antiguo como eterno, lleno de misterios.
El ídolo de las Cícladas, pequeña obra dentro de una prolífica trayectoria, es uno de los cuentos que forman parte del libro Final del juego, publicado por primera vez en México en 1956. La narración se inserta en la segunda de las tres partes en que se divide el libro, junto a otras piezas de temática muy diversa, como Una flor amarilla, Sobremesa, La banda, Los amigos, El móvil y Torito; en la recopilación de todos sus relatos, ordenada por el propio escritor para la editorial Alianza, apareció en el volumen titulado Ritos. Este escrito concreto es también una prueba más de la vasta cultura del escritor: aparte su conocido amor por la música en general y el jazz en particular, el interés de Cortázar por las artes plásticas le llevó en 1975 a publicar Silvalandia, con textos inspirados en las obras del pintor Julio Silva; en su piso de París, sobre un gran pizarrón donde acumulaba ideas fijadas con chinchetas, junto a recortes de periódicos o postales siempre se podían encontrar dibujos propios o ajenos y reproducciones de obras de arte.
Julio Cortázar nos presenta en El ídolo de las Cícladas a un trío de personajes, poco más que conocidos entre ellos, al parecer por compartir profesión y avaricia: la pareja parisina formada por Morand y Thérèse junto al rioplatense y solitario Somoza, posible triada de arqueólogos en busca de un enriquecimiento fácil e ilícito. Los tres, seres de los que apenas sabremos lo justo, ayudados por aún más desconocidos aliados, habían ideado y por fin realizado una excavación clandestina en busca de un ídolo, una pequeña escultura relacionada con antiguos rituales y creencias, en las llamadas Cícladas, conjunto de islas griegas y numerosos islotes bañados por el mar Egeo que se sitúan alrededor de la isla de Delos, donde está el venerado Santuario a Apolo, centro del hipotético círculo en el interior del cual se encuentran estas islas (la palabra Cícladas, que proviene etimológicamente, en origen, de la misma raíz griega que significa rueda y que en latín nos habla del círculo, remite a esa figura geométrica mágica primordial presente tanto en la arquitectura como en los más ancestrales conocimientos)
En el valle de Skoros, supuesto pequeño islote griego desde donde se ve el litoral de Paros, una de las islas más famosas, junto con Naxos, Syros, Amorgos o Milos, consigue el trío con tiempo y esfuerzo sacar por fin la pieza a la luz, desenterrarla y limpiarla de su pátina de siglos. Tanto el éxito obtenido como los recelos acumulados en la convivencia les hacen abandonar rápidamente la excavación, con su valioso botín a cuestas, y volver al París donde se había urdido el plan y donde se producirá el desenlace. En la trama de sobornos se habla también de Marcos, posiblemente el cerebro del expolio, el hombre que conocía a un coronel que conocía a un aduanero ateniense, que les impone un plazo de dos años para poder sacar la pieza al mercado negro del arte. Por ello, Somoza quedará como guardián de la estatuilla durante ese tiempo, llevándosela a su solitaria casa a las afueras de París, convertida ahora en discreto taller de escultor que servirá para ocultar el secreto del trío; su trato personal con Morand y Thérèse se reducirá al mínimo, evitando, según la idea de Morand, esa atracción que Somoza sentía por Thérèse y que comenzaba a incomodar las relaciones futuras.
No sólo el título del cuento (El ídolo de las Cícladas) nos remite a una cultura ancestral y muy determinada, sino la propia descripción que hace el autor de la estatuilla: blanco cuerpo lunar (...), rostro inexpresivo donde sólo la línea de la nariz quebraba su espejo ciego de insoportable tensión, los senos apenas definidos, el triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre. Exactamente puede ser la figura femenina de la colección Goulandris de Atenas, procedente de la isla de Syros y fechada entre los años 2700 y 2200 antes de Cristo, un claro ejemplo –junto con otros muchos- de la cultura de las Cícladas, la civilización que encontramos en las islas griegas tras el período Neolítico, junto a la cretense y la minoica, aproximadamente entre el tercer y primer milenio antes de Cristo.
La escultura, cuyo producto sacan de las entrañas de la tierra Somoza, Morand y Thérèse, es el arte de representar las tres dimensiones, es decir, el alto, el ancho y la profundidad de lo visible. La última dimensión citada la diferencia claramente de la pintura y de lo bidimensional, y nos hace apreciar el espacio de una forma totalmente acorde -o, si se prefiere, análoga- con la realidad. La escultura exenta llamada de bulto redondo o bulto completo es la que puede ser observada desde diversos puntos de vista, permitiendo el desplazamiento del espectador a su alrededor, variando la percepción de esa forma y multiplicando sus puntos de vista. La textura, es decir, la capacidad de la superficie gracias a la luz de brindarnos sensaciones de lisura, aspereza, rugosidad, tersura... nos completará todos sus valores plásticos con los infinitos matices de la materia.
El material de los ídolos cicládicos es el mármol, pulido con la piedra de esmeril fácilmente encontrable en la zona (la isla de Naxos, por ejemplo, tiene minas de corindón, base de la piedra esmeril, de gran dureza, con la que es posible pulir la superficie de la caliza por abrasión y darle un acabado sin apenas texturas, con un gran brillo natural, cegador de inteligencias, como en el caso de los protagonistas). Son ese tipo de esculturas las que han hecho famosas y fascinantes a las Cícladas, estatuillas normalmente de pequeño tamaño (unos treinta centímetros), aunque hay algunos ejemplos que llegan casi al metro y cincuenta centímetros de altura. En su mayoría esos ídolos fueron encontrados en tumbas, asociados a un fin funerario ( a los ídolos grandes se les rompían cuello y piernas para poder introducirlos en los enterramientos), y desgraciadamente, coincidiendo tristemente realidad y ficción, la mayoría de sepulturas fueron saqueadas, encontrándose los ídolos en los mercados de obras y desapareciendo por ello una información arqueológica básica para el conocimiento de estas formas de vida. Ese era el destino del ídolo de nuestro cuento.
Las figuras denominadas realistas o de brazos cruzados, como la que nos describe Cortázar, se caracterizan por su geometría, representando mujeres desnudas mostradas en vertical, casi de pie, con los brazos cruzados bajo el pecho, con la nariz marcada, así como también definidos el triángulo púbico y los senos, además con anchos hombros, caderas estrechas, piernas algo dobladas y el detalle final de dedos, ojos o boca levemente insinuados. Las teorías sobre la finalidad de estas representaciones son múltiples, hablándose de ellas como diosas de la fertilidad, residencias de la propia divinidad, protectoras de los muertos, amuletos para difuntos, sustitutos de sacrificios humanos o figuras de antepasados portadoras del alma del fenecido. Acorde con la atmósfera de la narración, un halo de misterio y enigma envuelve a todas estas esculturas. Y no sólo se nos evocan específicamente estas esculturillas femeninas en el cuento, puesto que cuando el autor nos habla del sonido que escuchan los personajes en esa noche, en los momentos de paroxismo, acude a evocar un instrumento y una escultura asociada a él, como leemos en la siguiente frase de la narración: La flauta
doble, como la de la estatuilla que vimos en el museo de Atenas. En el Museo Nacional de Atenas se encuentra expuesto El flautista de Keros, datado hacia el segundo milenio antes de Cristo, que nos presenta al Auletes o tocador de la doble flauta, un instrumento también denominado aulo u oboe doble, que se utilizaba en el culto orgiástico a los dioses griegos Diónysos y Kybele, llamados en Roma Dionisos y Cibeles. En la misma isla de Keros apareció otra preciosa y mágica figura de músico, llamado El tañedor de arpa o El tañedor de lira, dejando bien claro estas estatuillas que la música está asociada desde el principio con los inicios de la humanidad y con los rituales más básicos del ser humano.
La simplicidad, abstracción y geometría de las formas de estas esculturas cicládicas atrajo sobremanera no solo a los arqueólogos de la narración, sino que anteriormente ya había cautivado a los artistas de vanguardia a finales del siglo XIX y principios del XX, subyugados por el sentido universal permanente de esa geometría y por los valores intemporales de la talla directa del mármol. La simplicidad es sinónimo de pureza, y el contacto tan directo con la materia se entiende como la expresión de la veracidad. Esa eran las ideas que perseguían los artistas comprometidos con la modernidad a principios del siglo XX, y en concreto las esculturas de visionarios como Amedeo Modigliani (1884-1920) o Constantin Brancusi (1875-1957). Este último artista, de origen rumano, decía que mientras uno tallaba descubría el espíritu del material, y es ese alma pulida hasta rozar la perfección el que parece mostrarse en su escultura en mármol Pájaro de 1912, en el Philadelphia Museum of Art, muy próxima en su liso acabado a los ídolos de las Cícladas, y posiblemente a alguna de las ideas de Somoza.
La talla o labra, palabras que se refieren al procedimiento escultórico en el que se sustrae, se quita material de un bloque (al contrario del modelado, en el que se añade material para crear formas), se denomina directa cuando el artista no utiliza ningún modelo previo a la hora de trabajar, y por lo tanto no se trata de una labor de reproducción, sino de creación pura a partir –y partiendo- de una forma ya dada por el bloque en el que se comienza el trabajo, del cual se respeta su integridad en la medida de lo posible (el trabajo del escultor comienza con la elección del bloque y el descubrimiento de ciertos valores dentro de éste), pretendiéndose normalmente que su primera apariencia, la forma primigenia, pueda hacer surgir las claves para la forma posterior de la escultura, inspirando la propia materia esa primera idea y convirtiéndose en directora del trabajo posterior.
Todas estos pensamientos nos recuerdan, en otro tiempo muy diferente al relativamente cercano primer arte europeo de vanguardia y al lejano arte cicládico, a Miguel Ángel Buonarotti (1475-1564) y sus ideas renacentistas de que la figura se debe de hallar potencialmente contenida en el bloque a esculpir, de donde es liberada pacientemente, sustrayendo capa tras capa. Miguel Ángel, en el culmen de su arte más sublime y de su orgullo, no se considera ya un artesano, un imitador que reproduce y se subordina a un modelo, sino un auténtico creador, que busca en sus obras la verdadera naturaleza escondida en la materia, superior a las apariencias de lo visible.
Somoza trabaja haciendo réplicas de la escultura hasta que el propio proceso consigue identificarlo con la estructura inicial. En ese momento se identifica también en el esfuerzo con la obra no sólo del desconocido escultor de las Cícladas, sino de Miguel Ángel Buonarotti o de Constantin Brancusi, aunque en el caso de nuestro personaje de cuento se trata de comprender el proceso de la creación, en lugar de realizar la propia creación. Él mismo declara en otra frase, puesta oportunamente en su boca por Julio Cortázar: las formas me iban conociendo. Cuando Morand, el personaje antagonista de Somoza en las páginas finales, contempla el trabajo continuo realizado con las réplicas por el argentino, le dice con una mezcla a partes iguales de sinceridad y perplejidad que las últimas copias habían conseguido convertirte en un escultor. Somoza se une de esta manera, en su camino a lo inefable, a la historia del arte y de sus pretensiones.
Los ídolos de las Cícladas siguen en los museos y colecciones (algunos, con toda seguridad, siguen ocultos esperando a unos personajes), atrayéndonos misteriosamente, igual que los cuentos de Julio Cortázar.
BIBLIOGRAFÍA:
-- Cortázar, Julio. (1992). Los relatos: ritos. Madrid: Alianza.
--Goloboff, Gerardo Mario. (1998). Julio Cortázar: la biografía. Barcelona. Seix
Barral.
--Storch de Gracia, Jacobo (1989). El Arte Griego (I). Madrid: Historia 16.
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El ídolo de las Cícladas
— Me da lo mismo que me escuches o no – dijo Somoza—. Es así, y me parece justo que lo sepas.
Morand se sobresaltó como si regresara bruscamente de muy lejos. Recordó que antes de perderse en un vago fantaseo, había pensado que Somoza se estaba volviendo loco.
—Perdona, me distraje un momento ––dijo —Admitirás que todo esto. En fin, llegar aquí y encontrarte en medio de. Pero dar por supuesto que Somoza se estaba volviendo loco era demasiado fácil.
— Sí, no hay palabras para eso — dijo Somoza—. Por lo menos nuestras palabras.
Se miraron un segundo, y Morand fue el primero en desviar los ojos mientras la voz de Somoza se alzaba otra vez con el tono impersonal de esas explicaciones que se perdían enseguida más allá de la inteligencia. Morand prefería no mirarlo, pero entonces recaía en la contemplación involuntaria de la estatuilla sobre la columna, y era como volver a aquella tarde dorada de cigarras y de olor a hierbas en que increíblemente Somoza y él la habían desenterrado en la isla. Se acordaba de cómo Thérèse, unos metros más allá sobre el peñón desde donde se alcanzaba a distinguir el litoral de Paros, había vuelto la cabeza al oír el grito de Somoza, y tras un segundo de vacilación había corrido hacia ellos olvidando que tenía en la mano el corpiño rojo de su deux pièces, para inclinarse sobre el pozo de donde brotaban las manos de Somoza con la estatuilla casi irreconocible de moho y adherencias calcáreas, hasta que Morand con una mezcla de cólera y risa le gritó que se cubriera, y Thérèse se enderezó mirándolo como si no comprendiera, y de golpe les dio la espalda y escondió los senos entre las manos mientras Somoza tendía la estatuilla a Morand y saltaba fuera del pozo.
Casi sin transición Morand recordó las horas siguientes, la noche en las tiendas de campaña a orillas del torrente, la sombra de Thérèse caminando bajo la luna entre los olivos, y era como si ahora la voz de Somoza, reverberando monótona en el taller de escultura casi vacío, le llegara también desde aquella noche, formando parte de su recuerdo, cuando le había insinuado confusamente su absurda esperanza y él, entre dos tragos de vino resinoso, había reído alegremente y lo había tratado de falso arqueólogo y de incurable poeta. «No hay palabras para eso», acababa de decir Somoza. «Por lo menos nuestras palabras.»
En la tienda de campaña en lo hondo del valle de Skoros, sus manos habían sostenido la estatuilla y la habían acariciado para terminar de quitarle su falso ropaje de tiempo y de olvido (Thérèse, entre los olivos, seguía enfurruñada por la reprensión de Morand, por sus estúpidos prejuicios), y la noche había girado lentamente mientras Somoza le confiaba su insensata esperanza de llegar alguna vez hasta la estatuilla por otras vías que las manos y los ojos y la ciencia, mientras el vino y el tabaco se mezclaban al diálogo con los grillos y el agua del torrente hasta no dejar más que una confusa sensación de no poder entenderse. Más tarde, cuando, Somoza se fue a su tienda llevándose la estatuilla y Thérèse se cansó de estar sola y vino a acostarse, Morand le habló de las ilusiones de Somoza y los dos se preguntaron con amable ironía parisiense si toda la gente del Río de la Plata tendría la imaginación fácil. Antes de dormirse discutieron en voz baja lo ocurrido esa tarde, hasta que Thérèse aceptó las excusas de Morand, hasta que lo besó y fue como siempre en la isla, en todas partes, fueron él y ella y la noche por encima y el largo olvido.
—¿Alguien más lo sabe? — preguntó Morand.
—No. Tú y yo. Era justo, me parece — dijo Somoza—. Casi no me he movido de aquí en los últimos meses. Al principio venía una vieja a arreglar el taller y a lavarme la ropa, pero me molestaba.
—Parece increíble que se pueda vivir así en las afueras de París. El silencio. Oye, pero al menos bajas al pueblo para comprar provisiones.
—Antes si, ya te dije. Ahora no hace falta. Hay todo lo necesario, ahí.
Morand miró en la dirección que mostraba el dedo de Somoza, más allá de la estatuilla y de las réplicas abandonadas en las estanterías. Vio madera, yeso, piedra, martillos, polvo, la sombra de los árboles contra los cristales. El dedo parecía señalar un rincón del taller donde no había nada, apenas un trapo sucio en el piso. Pero poco había cambiado en el fondo, esos dos años entre ellos habían sido también un rincón vacío del tiempo, con un trapo sucio que era como todo lo que no se habían dicho y que quizá hubieran debido decirse. La expedición a las islas, una locura romántica nacida en una terraza de café del bulevar Saint-Michel, había terminado apenas encontraron el ídolo en las ruinas del valle. Tal vez el temor de que los descubrieran les fue limando la alegría de las primeras semanas, y llegó el día en que Morand sorprendió una mirada de Somoza mientras los tres bajaban a la playa, y esa noche habló con Thérèse y decidieron volver lo antes posible, porque estimaban a Somoza y les parecía casi injusto que él empezara —tan imprevisiblemente— a sufrir.
En París siguieron viéndose espaciadamente, casi siempre por razones profesionales, pero Morand iba solo a las citas. La primera vez Somoza preguntó por Thérèse, después pareció no importarle. Todo lo que hubieran debido decirse pesaba entre los dos, quizá entre los tres. Morand estuvo de acuerdo en que Somoza guardara por un tiempo la estatuilla. Era imposible venderla antes de un par de años; Marcos, el hombre que conocía a un coronel que conocía a un aduanero ateniense, había impuesto el plazo como condición complementaria del soborno. Somoza se llevó la estatuilla a su departamento, y Morand la veía cada vez que se encontraban. Nunca se habló de que Somoza visitara alguna vez a los Morand, como tantas otras cosas que ya no se mencionaban y que en el fondo eran siempre Thérèse. A Somoza parecía preocuparle únicamente su idea fija, y si alguna vez invitaba a Morand a beber un coñac en su departamento no era más que para volver sobre eso. Nada muy extraordinario, después de todo Morand conocía demasiado bien los gustos de Somoza por ciertas literaturas marginales como para extrañarse de su nostalgia. Sólo lo sorprendía el fanatismo de esa esperanza a la hora de las confidencias casi automáticas y en las que él se sentía como innecesario, la repetida caricia de las manos en el cuerpecito de la estatua inexpresivamente bella, los ensalmos monótonos repitiendo hasta el cansancio las mismas fórmulas de pasaje. Vista desde Morand, la obsesión de Somoza era analizable, todo arqueólogo se identifica en algún sentido con el pasado que explora y saca a luz. De ahí a creer que la intimidad con una de esas huellas podía enajenar, alterar el tiempo y el espacio, abrir una fisura por donde acceder a. Somoza no empleaba jamás ese vocabulario; lo que decía era siempre más o menos que eso, una suerte de lenguaje que aludía y conjuraba desde planos irreductibles. Ya por ese entonces había empezado a trabajar torpemente en las réplicas de la estatuilla; Morand alcanzó a ver la primera antes de que Somoza se fuera de París, y escuchó con amistosa cortesía los obstinados lugares comunes sobre la reiteración de los gestos y las situaciones como vía de abolición, la seguridad de Somoza de que su obstinado acercamiento llegaría a identificarlo con la estructura inicial, en una superposición que sería más que eso porque ya no habría dualidad sino fusión, contacto primordial (no eran sus palabras, pero de alguna manera tenía que traducirlas Morand cuando, más tarde las reconstruía para Thérèse). Contacto que, como acababa de decirle Somoza, había ocurrido cuarenta y ocho horas antes, en la noche del solsticio de junio.
—Sí— admitió Morand, encendiendo otro cigarrillo. Pero me gustaría que me
explicaras por qué estás tan seguro de que. Bueno, de que has tocado fondo.
—Explicar… ¿No lo estás viendo?
Otra vez tendía la mano a una casa del aire, a un rincón del taller, describía un arco que incluía el techo y la estatuilla posada sobre una fina columna de mármol, envuelta por el cono brillante del reflector. Morand se acordó incongruentemente de que Thérèse había pasado la frontera llevando la estatuilla escondida en el perro de juguete fabricado por Marcos en un sótano de Placca.
—No podía ser que no ocurriera —dijo casi puerilmente Somoza—. A cada nueva réplica me acercaba un poco más. Las formas me iban conociendo. Quiero decir que. Ah, necesitaría explicarte durante días enteros. y lo absurdo es que ahí todo entra en . Pero cuando es esto.
La mano iba y venía, acentuando el ahí, el esto.
—La verdad es que has llegado a convertirte en un escultor —dijo Morand, oyéndose hablar y encontrándose estúpido.— Las dos últimas réplicas son perfectas. Si alguna vez me dejas tener la estatua, nunca sabré si me has dado el original.
— No te la daré nunca —dijo Somoza simplemente— Y no creas que me he
olvidado de que es de los dos. Pero no te la daré nunca. Lo único que hubiera querido
es que Thérèse y tú me siguieran, que encontraran conmigo. Sí, me hubiera gustado que
estuvieran conmigo la noche en que llegué.
Era la primera vez desde hacía casi dos años que Morand le oía mencionar a Thérèse como si hasta ese momento hubiera estado muerta para él, pero su manera de nombrar a Thérèse era incurablemente antigua, era Grecia aquella mañana en que habían bajado a la playa. Pobre Somoza. Todavía. Pobre loco. Pero aun más extraño era preguntarse por qué a último momento, antes de subir al auto después del llamado de Somoza, había sentido como una necesidad de telefonear a Thérèse a su oficina para pedirle que más tarde viniera a reunirse con ellos en el taller. Tendría que preguntárselo, saber qué había pensado Thérèse mientras escuchaba sus instrucciones para llegar hasta el pabellón solitario en la colina. Que Thérèse repitiera exactamente lo que le había oído decir, palabra por palabra. Morand maldijo en silencio esa manía sistemática de recomponer la vida como restauraba un vaso griego en el museo, pegando minuciosamente los ínfimos trozos, y la voz de Somoza ahí mezclada con el ir y venir de sus manos que también parecían querer pegar trozos de aire, armar un vaso transparente, sus manos que señalaban la estatuilla, obligando a Morand a mirar una vez más contra su voluntad ese blanco cuerpo lunar de insecto anterior a toda historia, trabajado en circunstancias inconcebibles por alguien inconcebiblemente remoto, a miles de años pero todavía más atrás, en una lejanía vertiginosa de grito animal, de salto, de ritos vegetales alternando con mareas y sicigias y épocas de celo y torpes
ceremonias de propiciación, el rostro inexpresivo donde sólo la línea de la nariz quebraba su espejo ciego de insoportable tensión, los senos apenas definidos, el triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre, el ídolo de los orígenes, del primer terror bajo los ritos del tiempo sagrado, del hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las colinas. Era realmente para creer que también él se estaba volviendo imbécil, como si ser arqueólogo no fuera ya bastante.
— Por favor —dijo Morand—, ¿no podrías hacer un esfuerzo para explicarme aunque creas que nada de eso se puede explicar? En definitiva lo único que sé es que te has pasado estos meses tallando réplicas, y que hace dos noches.
— Es tan sencillo — dijo Somoza—. Siempre sentí que la piel estaba todavía en contacto con lo otro. Pero había que desandar cinco mil años de caminos equivocados.
Curioso que ellos mismos, los descendientes de los egeos, fueran culpables de ese error. Pero nada importa ahora. Mira, es así. Junto al ídolo, alzó una mano y la posó suavemente sobre los senos y el vientre. La otra acariciaba el cuello, subía hasta la boca ausente de la estatua, y Morand oyó hablar a Somoza con una voz sorda y opaca, un poco como si fuesen sus manos o quizá esa boca inexistente las que hablaban de la cacería en las cavernas del humo, de los ciervos acorralados, del nombre que sólo debía decirse después, de los círculos de grasa azul, del juego de los ríos dobles, de la infancia de Pohk, de la marcha hacia las gradas del oeste y los altos en las sombras nefastas. Se preguntó si llamando por teléfono en un descuido de Somoza, alcanzaría a prevenir a Thérèse para que trajera al doctor Vernet.
— Pero Thérèse ya debía de estar en camino, y al borde de las rocas donde mugía la Múltiple, el jefe de los verdes cercenaba, el cuerno izquierdo del macho más hermoso y lo tendía al jefe de los que cuidan la sal, para renovar el pacto con Haghesa.
—Oye, déjame respirar — dijo Morand, levantándose y dando un paso adelante
—. Es fabuloso, y además tengo una sed terrible. Bebamos algo, puedo ir a buscar un.
—El whisky está ahí — dijo Somoza retirando lentamente las manos de la estatua—. Yo no beberé tengo que ayunar antes del sacrificio.
—Una lástima — dijo Morand, buscando la botella — No me gusta nada beber
solo. ¿Qué sacrificio?
Se sirvió whisky hasta el borde del vaso.
—El de la unión, para hablar con tus palabras. ¿No los oyes? La flauta doble, como la de la estatuilla que vimos en el museo de Atenas. El sonido de la vida a la izquierda, el de la discordia a la derecha. La discordia es también la vida para Haghesa, pero cuando se cumpla el sacrificio los flautistas cesarán de soplar en la caña de la derecha y sólo se escuchará el silbido de la vida nueva que bebe la sangre derramada. Y los flautistas se llenarán la boca de sangre y la soplarán por la caña de la izquierda, y yo untaré de sangre su cara, ves, así, y le asomarán los ojos y la boca bajo la sangre.
—Déjate de tonterías — dijo Morand, bebiendo un largo trago.— La sangre le quedará mal a nuestra muñequita de mármol. Sí, hace calor. Somoza se había quitado la blusa con un lento gesto pausado. Cuando lo vio que se desabotonaba los pantalones, Morand se dijo que había hecho mal en permitir que se excitara, en consentirle esa explosión de su manía. Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del reflector y pareció, perderse en la contemplación de un punto del espacio. De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la puerta tendría queengañarlo de alguna manera. Nunca supo de dónde había salido el hacha de piedra que se balanceaba en la mano de Somoza. Comprendió.
—Era previsible – dijo, retrocediendo lentamente.— El pacto con Haghesa, ¿eh? La sangre va a donarla el pobre Morand, ¿no es cierto? Sin mirarlo, Somoza empezó a moverse hacia él describiendo un arco de círculo, como si cumpliera un derrotero prefijado.
—Si realmente me quieres matar —le gritó Morand retrocediendo hacia la zona en penumbra— ¿a que viene esta mise en scène? Los dos sabemos muy bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha querido ni te querrá nunca? El cuerpo desnudo salía ya del círculo iluminado por el reflector. Refugiado en la sombra del rincón, Morand pisó los trapos húmedos del suelo y supo que ya no podía ir más atrás. Vio levantarse el hacha y saltó como le había enseñado Nagashi en el gimnasio de la Place des Ternes. Somoza recibió el puntapié en mitad del muslo y el golpe nishi en el lado izquierdo del cuello. El hacha bajó en diagonal, demasiado lejos, y Morand repelió elásticamente el torso que se volcaba sobre él y atrapó la muñeca indefensa. Somoza era todavía un grito ahogado y atónito cuando el filo del hacha le cayó en mitad de la frente. Antes de volver a mirarlo, Morand vomitó en el rincón del taller, sobre los trapos sucios. Se sentía como hueco, y vomitar le hizo bien. Levantó el vaso del suelo y bebió lo que quedaba de whisky, pensando que Thérèse llegaría de un momento a otro y que habría que hacer algo, avisar a la policía, explicarse. Mientras arrastraba por un
pie el cuerpo de Somoza hasta exponerlo de lleno a la luz del reflector, pensó que no le sería difícil demostrar que había obrado en legítima defensa. Las excentricidades de Somoza, su alejamiento del mundo, la evidente locura. Agachándose, mojó las manos en la sangre que corría por la cara y el pelo del muerto, mirando al mismo tiempo su reloj pulsera que marcaba las siete y cuarenta. Thérèse no podía tardar, lo mejor sería salir, esperarla en el jardín o en la calle, evitarle el espectáculo del ídolo con la cara chorreante de sangre, los hilillos rojos que resbalaban por el cuello, contorneaban los senos, se juntaban en el fino triángulo del sexo, caían por los muslos. El hacha estaba profundamente hundida en la cabeza del sacrificado, y Morand la tomó sopesándola entre las manos pegajosas. Empujó un poco más el cadáver con un pie hasta dejarlo contra la columna, husmeó el aire y se acercó a la puerta. Lo mejor sería abrirla para que pudiera entrar Thérèse. Apoyando el hacha junto a la puerta empezó a quitarse la ropa porque hacía calor y olía a espeso, a multitud encerrada. Ya estaba desnudo cuando oyó el ruido del taxi y la voz de Thérèse dominando el sonido de las flautas; apagó la luz y con el hacha en la mano esperó detrás de la puerta, lamiendo el filo del hacha y pensando que Thérèse era la puntualidad en persona.
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Audio por Franz Serrano Rodriguez:
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